Manuel Pérez
Una de las mayores obsesiones de la humanidad, aquella que ha dado lugar a prácticamente todas las transformaciones sociales, políticas y culturales que nos han convertido en lo que hoy somos, es la instalación de la verdad como forma de relación con el mundo. A ella se han enfrentado quienes históricamente han lucrado con la oscuridad y la ignorancia, del mismo modo en que bajo su manto se han construido los más hermosos edificios políticos, filosóficos o jurídicos al servicio del bien común; es decir, sin la obsesión por la verdad no hubiésemos sido capaces de construir formas de convivencia civilizada ni estructuras legales con base en la justicia, pues una y otra no pasarían de ser instrumentos al servicio de los fuertes y de los malvados. Y es que la verdad y la razón han sido los únicos instrumentos útiles a la hora de desmontar tiranías o de superar estados sociales de injusticia; sin embargo, la verdad no es una cosa acabada, sino un tipo de formulación verbal que constantemente debe reformularse, a la luz de nuevos datos y nuevas interpretaciones.
Fue Aristóteles uno de los primeros que planteó la idea básica de verdad. ¿Qué es la verdad?, se preguntaba el Estagirita, llegando a la conclusión de que, más que una cosa, la verdad era una afirmación sobre las cosas, una formulación verbal cuyo criterio era su correspondencia empírica, sensorial, con el mundo:
se ajusta a la verdad el que piensa que lo separado está separado y que lo junto está junto, y yerra aquel cuyo pensamiento está en contradicción con las cosas […] Pues tú no eres blanco porque nosotros pensemos verdaderamente que eres blanco, sino que, porque tú eres blanco, nosotros, los que lo afirmamos, nos ajustamos a la verdad (Metafísica: IX, 10 [1051b]).
Con ello, el sabio griego sentaba las bases metodológicas de lo que hoy conocemos como ciencias exactas o naturales; pero no se quedó ahí, pues si reconocía que la verdad era una afirmación que se correspondía con la realidad, faltaba definir qué venía a ser exactamente la realidad. Porque, vamos a ver, la realidad sensorial no puede ser absoluta y única; es decir, la “realidad” que percibimos con los sentidos es desde todo punto de vista limitada, pues los ojos humanos sólo pueden ver dentro de cierta longitud de onda, lo mismo que nuestro oído sólo puede percibir sonidos dentro de ciertos decibeles, ¿querrá decir esto que no existe nada más que lo que se puede percibir?
Ya el mismo Aristóteles ofrecía una respuesta también a ello, ahora en su Poética: no sólo existen los cinco sentidos corporales, sino que hay otros dos, que podríamos llamar “sentidos superiores”: la imaginación y la memoria. Con ellos también se pueden percibir realidades a partir de las cuales es posible derivar otras verdades, también por cotejo: de la realidad imaginable se pueden construir las verdades trascendentes que evoca y refiere la literatura, el mito o la poesía, instrumentos sublimes con que se descubren los ecos profundos del alma humana, como bien sabe el psicoanálisis, que usa los mitos (como el de Edipo) para representar problemas o estados de conciencia; mientras que de la memoria se puede derivar una verdad fundamental para comprender nuestro lugar en el mundo, con sus contradicciones, cambios y continuidades: la verdad histórica.
Y también resulta claro por lo expuesto que no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (pues sería posible versificar las obras de Heródoto, y no sería menos historia en verso que en prosa); la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder. Por esto también la poesía es más filosófica y elevada que la historia; pues la poesía dice más bien lo general, y la historia, lo particular (Poética: 1451ª, 38-47).
De este modo, como afirma el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, lo que tenemos entre las ciencias naturales y las humanidades –y entre estas últimas la historia– no es una diferencia respecto a la posibilidad de producir afirmaciones verdaderas sobre la realidad, sino una diferencia de método para producirlas. Porque la historia es una disciplina humanística que busca conocer y comprender los hechos realmente acaecidos, que ha desarrollado un método de investigación que combina elementos hermenéuticos y de investigación documental o de campo para garantizar que las afirmaciones que produce sean cotejables y comprobables, sea por la razón lógica o sea por la evidencia documental o material.
Sin embargo, debemos reconocer que la historia es también un relato, una narración que en mucho se asemeja a aquella de carácter literario o ficcional y, por ende, que está sujeta a manipulaciones de todo tipo, algunas desde el interés económico, otras desde el poder político y muchas, en suma, desde la simple ignorancia.
Por ello, conviene discernir también el lugar de la Historia (así con mayúsculas) entre cualquier otro tipo de relato. Para ello podemos apoyarnos en un escritor español del siglo XVI, Juan Luis Vives, quien probablemente ha sido quien mejor ha reflexionado sobre estas cosas entre los sabios de habla española. Porque después de las enseñanzas de los maestros antiguos, después de muchos siglos de una historia medieval atravesada por milagros y asuntos sobrenaturales, con el Renacimiento del pensamiento clásico no faltaron intentos por encontrar de nuevo el legítimo lugar de la Historia frente a los diferentes tipos de narraciones de hechos pasados; Vives lo haría clasificando la naturaleza de los diferentes relatos por su propósito y encontrando en ello la existencia de tres tipos de “historias”: las que sirven para explicar, que requieren veracidad y a las que llama propiamente historias; las que sirven para persuadir, que no precisan de veracidad pero conviene que sean verosímiles y bien simuladas (que son las narraciones útiles a la retórica); y, por último, las que sólo sirven para deleitar, que considera bastante libres y, hasta cierto punto, según él, intrascendentes. Con ello Vives otorgaría a la Historia el propósito didáctico y científico más elevado entre los diferentes tipos de relatos del mundo: explicar, lo que exigiría veracidad lógica o empírica.
Con ello nos encaminábamos ya, de plano, a la concepción moderna de verdad histórica, aquella que ha desarrollado todo un cuerpo de conceptos con los que reconocemos una labor de indagación del pasado colectivo y personal signada por la pretensión de verdad y por la utilidad común. Se trata de una labor docente e investigadora que contribuye a conformar lo que hoy conocemos como “conciencia histórica”, que es un atributo de hombres y pueblos que describe “el modo como nos experimentamos unos a otros y como experimentamos las tradiciones históricas y las condiciones naturales de nuestra existencia y de nuestro mundo [y que] forma un auténtico universo hermenéutico con respecto al cual nosotros no estamos encerrados entre barreras insuperables sino abiertos a él”, como escribe Gadamer (2012: 26). Una conciencia histórica que pretende conocer la verdad y que significa la atribución para sí y para otros de un lugar propio y legítimo, libre, dentro de los hechos y valoraciones del mundo que suele producir el poder.
REFERENCIAS
Aristóteles, Física, tr. Vicente García Yebra, Madrid, Gredos, 1990.
Aristóteles, Poética, tr. Vicente García Yebra, Madrid, Gredos, 1974.
Gadamer, Hans-Goerg, Verdad y método, tr. Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2012.
Vives, Juan Luis, Del arte de hablar, tr. José Manuel Rodríguez Peregrina, Granada, Universidad de Granada, 2000.
Aristóteles, uno de los filósofos más influyentes de la historia, dejó un legado intelectual extraordinario que ha perdurado a lo largo de los siglos. Su profunda reflexión abarcó desde la ética y la política hasta la metafísica y la lógica, y su obra sigue siendo una fuente de inspiración y debate en la filosofía occidental. Sus ideas sobre la virtud, la felicidad y la naturaleza del conocimiento continúan siendo relevantes y estimulantes para las generaciones posteriores, marcando un hito en la historia del pensamiento humano.