Menos recordado que el magnicida José de León Toral, el charquense Daniel Flores González disparó contra Pascual Ortiz Rubio el día que asumió la presidencia y lo hirió levemente en la mandíbula. Se dijo simpatizante de Vasconcelos e inconforme con el fraude electoral de 1929, también hubo la sospecha de una conspiración de la “familia revolucionaria” orquestada por Gonzalo N. Santos. Sentenciado y recluido en Lecumberri, Flores murió en su celda en circunstancias extrañas y su familia sufrió represión del gobierno. Eran los tiempos del maximato callista.
Javier Padrón
Tras el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón por el matehualense José de León Toral, se realizaron elecciones extraordinarias el 17 de noviembre de 1929 que favorecieron al candidato del Partido Nacional Revolucionario, Pascual Ortiz Rubio; el exrector de la UNAM, José Vasconcelos, consideró que le robaron el triunfo y el tercer candidato fue el obregonista Aarón Sáenz.
En el proceso electoral se denunció el robo de urnas, intimidación, agresiones y asesinatos. Esta arenga opositora ilustra el nivel de confrontación que se dio: “Si es usted un animal/vote usted por don Pascual/si son puros sus anhelos/vote usted por Vasconcelos”. El escarnio popular contra el presidente fue injurioso desde la campaña, le llamaban “nopalito”, en lugar de Rubio le decían “burro” y la expresión “apascualado” se aplicaba a quien se le consideraba tonto.
En el Estadio Nacional Ortiz Rubio tomó posesión de la presidencia el 5 de febrero de 1930. Se dirigió al Palacio para presentar a su gabinete, cuerpo diplomático y recibir las felicitaciones de rigor. Al terminar el protocolo, salió en un automóvil Lincoln y a seis metros de distancia Daniel Flores González le disparó varios tiros y sólo lo hirió en el maxilar derecho y levemente a su esposa y una sobrina que iban con él. Intentó escaparse entre la multitud pero lo detuvo un agente de tránsito y lo metieron a Palacio, donde fue interrogado y le decomisaron la pistola, nueve balas de reserva y una navaja en forma de pata de cabra.
Daniel tenía 25 años de edad, era originario de Charcas, del rancho La Tinaja, y fue sentenciado a 19 años de cárcel. El 23 de abril de 1932 apareció muerto en su celda de Lecumberri de un ataque cardiaco. “Nadie creyó en esa patraña”, subrayó el maestro Jesús Silva Herzog.
De Charcas a México
Según el expediente penal del atentado contra Ortiz Rubio — la copia que se consultó está incompleta, en particular la parte referente a la adquisición del arma—, Daniel Flores salió de Charcas el 24 de enero de 1930 para vender tres rollos de suela que había enviado a la ciudad de León el primero de enero. En el tren en que viajaba iba el sacerdote Gregorio Romo a San Luis Potosí. Antes de llegar a su destino, Romo le dijo a Flores que si podía visitar en León al sacerdote Guillermo Alba Torres para saludarlo de su parte y sin darle ninguna dirección, le contestó que sí.
Llegó a Querétaro al día siguiente y por la noche arribó a León. El domingo 26 recorrió la ciudad, fue a misa de once y en una lonchería le dieron datos sobre el domicilio del sacerdote Alba, a quien encontró en su casa y le recomendó buscar, para la venta de las suelas, a José de la Luz Sánchez pero éste no le consiguió comprador. Finalmente las vendió a “trescientos y pico de pesos en plata” a una persona no identificada y la cantidad la cambió luego por 250 pesos en oro.
El domingo dos de febrero llegó a la ciudad de México, en la que presuntamente nunca había estado. Se compró ropa para pasar el día de su santo en Xochimilco. Se hospedó en el hotel Colonia y fue a Tacubaya a escuchar la serenata, que ya había concluido, se regresó a su cuarto. Al día siguiente se fue al bosque de Chapultepec y visitó el zoológico, donde habló con un anciano que no conocía y luego se fue a la plaza de San Ángel.
El miércoles cinco se levantó a las ocho y media. En la Basílica de Guadalupe rezó un padre nuestro. Compró un recuerdo guadalupano y se dirigió al Estadio en el que Ortiz Rubio asumiría la presidencia y se quedó afuera. Cuando concluyó el evento, acompañó a pie a la muchedumbre hasta llegar al Zócalo. Se detuvo al llegar al Palacio y cuando pasó el automóvil en el que salía Ortiz Rubio “sintió indignación al verle, porque consideraba que no era el Presidente electo, aclara, que no había sido electo debidamente, sino que había sido impuesto, que entonces sacó la pistola que llevaba en el cinturón y el estómago y disparó sobre el coche sin intención de pegarle a las demás personas que acompañaban al Ing. Ortiz Rubio, pues tenía pensado pegarle únicamente a él”.
En sus declaraciones dijo que estudió en un colegio en Matehuala. Es católico pero desde hace muchos años no comulga ni asiste con frecuencia a misa, simpatizante de Vasconcelos por el que votó en las elecciones presidenciales y considera que no fueron “correctas” no sólo en su pueblo sino en todo el país. Su familia era numerosa, seis hermanos: Rosario, Damiana, María Mariana, Enrique, Arnulfo y J. Pilar. Luego del atentado algunos de ellos fueron perseguidos por el callismo.
En Lecumberri se realizó la audiencia de derecho y Daniel es descrito así: “con su cabellera y barba crecida, labios cerrados y a veces con un rictus de desprecio, ojos negros y brillantes, de mirada extraviada y dura; apretaba las mandíbulas con frecuencia; vestía un pantalón gris corriente y saco negro lustroso; choclos de charol viejos; calcetines sucios y rotos […] veía de pronto con odio a los funcionarios callistas”. La audiencia fue escandalosa. Flores rechazó al abogado que lo defendía porque él no lo había designado, alegó que se le negaron sus derechos. El juez lo calló de manera grosera y dio por terminada la audiencia. La policía sacó a Flores con violencia, alcanzó a gritar: “¡Quiero hablar! Tres palabras solamente”. El juez declaró a la prensa que la madre del reo había muerto de pena y que el padre es un hombre muy recto y reprueba la acción de su hijo.
La sentencia se emitió el 11 de mayo de 1931: diecinueve años, nueve meses y dieciocho días de prisión, y la “escuchó inmutable […] No pronunció una palabra ni cuando se le alargó el papel en el que constaba la notificación. Se ha acicalado un poco y todos advierten que es bastante joven”. Interpuso un amparo pero la sentencia fue ratificada en abril del año siguiente.
El atentado de Flores se debe leer en el contexto de las purgas del maximato callista y no sólo como una conspiración católica, similar a la aceptada en el asesinato de Obregón (en el que, como el caso Colosio, se habla de que hubo un segundo tirador). Se dijo con insistencia que detrás de los disparos de Flores estaba el político potosino Gonzalo N. Santos, el secretario de Gobernación de Ortiz Rubio, Emilio Portes Gil, Plutarco Elías Calles y otros. Quizá hubo una mezcla de ambos complots, la coincidencia coyuntural de intereses de los ultras católicos y callistas, y éstos fueron los beneficiados al final con la renuncia de Ortiz Rubio. Como si fuera un gesto humanitario, el ex gobernador potosino se adjudicó en sus grandilocuentes Memorias la autoría intelectual de la muerte de Flores al proponer el envenenamiento para que ya no fuera torturado por dos hombres cercanos a Calles. ¿Cuál era el peligro que representaba el charquense sentenciado para la clase callista?
Se señalaba que había inconformidad contra el presidente, entre otras razones, porque no incluyó en el gabinete a Santos y Saturnino Cedillo (sería designado en 1931 secretario de Agricultura y Fomento). Desde antes del maximato callista (1928-1934) el método común para dirimir las diferencias eran los crímenes políticos. En la hipótesis de la conjura reaccionaria, la muerte de Ortiz Rubio causaría desestabilización al régimen revolucionario, abriría la posibilidad de una rebelión contra el fraude electoral pero el líder opositor José Vasconcelos no parecía muy interesado en encabezarla, se había ido al exilio decepcionado por la sumisión del pueblo mexicano y su vida estaba en riesgo.
La “sugerencia” de Santos
Santos culpó al sacerdote Gregorio Romo de tramar el atentado contra Ortiz Rubio, de enseñar a Flores —“su instrumento ciego”— a disparar en los alrededores de Charcas matando conejos, y por debilidad el gobierno de Ortiz Rubio no consignó a Romo a pesar de su probada participación, se trataba de evitar un nuevo enfrentamiento con la Liga de la Libertad Religiosa.
En su opinión el fallido magnicida era ajeno a la política y al vasconcelismo, se trataba de un fanático católico, campirano y “más hombre” que Toral. Fue a verlo a su celda para interrogarlo. Se presentó y le dijo que era su paisano, pidió su colaboración para aclarar el origen y motivos del atentado. El rechazo de Flores fue contundente. Se puso de pie y agarró los platos de los que comía en ese momento y los tiró en el excusado. No dijo una sola palabra. Santos se retiró vencido al darse cuenta del fracaso de su visita.
Luego advirtió al procurador José Aguilar y Maya que el general Eulogio Ortiz y el diputado Manuel Riva Palacio, un sicario de Calles, habían torturado a Flores. “Estamos dando un feo espectáculo”. Al charquense cualquier noche le podían aplicar la “ley fuga” y el procurador se metería en un grave problema porque el reo estaba bajo su tutela. El huasteco cuenta que le sugirió que lo mejor era darle un brebaje. Al día siguiente de esta conversación la prensa publicó: “Amaneció muerto de un ataque cardiaco”. El procurador le confesaría a Santos, lo narra éste, que le pusieron una inyección. Una muerte silenciosa para mitigar el escándalo. La prensa hizo ruido pero fue acallada.
Otro aspecto poco ventilado es si Toral y Flores se conocían y qué relación hubo entre los atentados que cometieron. Ambos, como Luis Segura Vilchis, Humberto y Roberto Pro Juárez (que participaron en un atentado anterior contra Obregón) pertenecían a la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y a la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, cuyo liderazgo encarnó el obispo potosino Miguel de la Mora. En una presunta fotografía que sustrajo la policía del archivo de la Liga se logró identificar a Toral luego de haber asesinado a Obregón porque se negaba a revelar su verdadera identidad. En la foto aparecían Toral, Vilchis, los hermanos Pro Juárez, Daniel Flores y otros jóvenes, “dinamiteros y asesinos por mandato expreso del alto clero”.
Taracena cita un reportero capitalino que conjetura haber descubierto la semilla católica fanática en el Altiplano potosino:
En las averiguaciones a que dio motivo la tragedia de la Bombilla, quedó de manifiesto que don Aurelio de León era propietario de la mina denominada Montaña de Manganeso ubicada en el pueblo de Santo Domingo, municipio de Venado, S.L.P. José de León Toral era el apoderado de su padre y se encargaba de realizar la venta de los productos de esa mina, que era administrada por don Petronilo López. Aquí aparece un punto de enlace entre los dos hechos delictuosos: Don Petronilo tiene un hijo, y éste era íntimo amigo de Daniel Flores y estuvo en México en los días en que se consumó el atentado […] y hasta fue detenido, pero no se encontraron elementos de culpabilidad en contra suya. Y Daniel Flores cuando vino a esta capital, quedó comprobado que ya tenía resuelto realizar su agresión […] Indudablemente que tal estado de ánimo lo adquirió en Charcas, donde existe una mujer que ofrece interesante relieve: doña Eduwiges de León que casi le hace la competencia al párroco del lugar. Es tía de Toral, y muerto éste, para muchos de los sencillos vecinos de Charcas, doña Eduwiges ofrece aptitudes de sortilegio…
Ortiz Rubio fue un presidente sin poder. Las decisiones las dictaba Plutarco Elías Calles, por lo que renunció a la mitad de su administración, el 2 de septiembre de 1932: “Salgo con las manos limpias de sangre y dinero y prefiero irme y no quedarme aquí sostenido por las bayonetas del ejército mexicano”, dicen que dijo cuando se fue al extranjero. Fue suplido por Abelardo L. Rodríguez. El maximato de Elías Calles estaba en su esplendor. Lázaro Cárdenas apenas comenzaba a asomar la cabeza.
[Este texto fue publicado en La Corriente, edición 19, marzo-abril 2011].
Bibliografía
Lucio Cabrera Acevedo, La Suprema Corte de Justicia durante los gobiernos de Portes Gil, Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez (1929-1934), vol. II, Poder Judicial de la Federación, 1998.
Gonzalo N. Santos, Memorias, Grijalbo, 1987.
Alfonso Taracena, La verdadera revolución mexicana. Decimaséptima etapa (1931). La familia revolucionaria I, Colección México Heroico, No. 38, Editorial Jus, 1965.